Ella tenía claro que no podía seguir así. Su vida no tenía sentido. Había muchas cosas en ella que la trastornaban. En cierto modo era infantil, unos días unas cosas, otros días otras. Y esa era su forma de vivir. Lloraba cuando lo creía necesario o cuando la ocasión lo exigía. Le hacían daño de tarde en tarde y ella sabía cómo curarse las heridas. Pero eso no la hacía más fuerte. Nunca aprendía. Siempre volvía a tropezar. Y así una y otra y otra vez. Su vida era una completa rutina de insatisfacciones. Pero ella no hacía nada por cambiarlo. Solo esperar. Porque a pesar de todo, ella sabía lo que no quería. De algún modo, esperaba encontrar todas esas cosas que si que le gustaban. Solo esperaba y mientras esperaba, vivía. Pero una vida que no quería. No era feliz. Y a pesar de todo se imaginaba una vida en la que si lo fuera, esperando y esperando algún dia la encontraría. Y sería la mujer más feliz del mundo. A veces se preguntaba qué era exactamente lo que quería. Si sabía lo que no quería, ¿por qué no iba a saber lo que si quería? Pero desgraciadamente nunca llegaba a encontrar aquello que le faltaba. Solo lo tenía en su interior, pero no era capaz de ponerle nombre a ese sentimiento. No sabía. Sentía miedo, miedo de arruinar su vida. Pero no era consciente de que ya lo estaba. Y se ahogaba en sus pensamientos, en sus sábanas con hombres como si fueran unos completos desconocidos y en su vino. En su buen vino. Amaba el vino por encima de todo. Le parecía sensual, atrevido… él era su mejor compañero. Siempre estaba ahí. Siempre. Solía sentarse en su jardín cuando el rocío acariciaba la hierba. Se sentaba con su copa de vino tinto y al lado suyo ponía una mesita y encima de ella una vela. Le gustaba sentarse, beber a su compañero y respirar el olor que brotaba de esa velita. Cerraba los ojos y respiraba. Le gustaba respirar. Porque cuando respiraba era capaz de tocar con la yema de los dedos aquello que deseaba y que no era capaz de encontrar. Ese momento era el más feliz de su triste vida. En ese único momento se sentía realmente feliz. Pero luego volvía a la realidad que le acompañaba. Tenía insomnio. Daba vueltas en la cama, se pegaba con las sábanas y gritaba entre sollozos. Pero eso no cambiaba las cosas. La vida seguía su curso y ella, a duras penas intentaba sobrevivir. Odiaba esa palabra. “Sobrevivir”. La odiaba con todas sus fuerzas. Y para ello a veces abandonaba a su querido vino por algo más fuerte. También era amante del whisky. Se servía en un vaso con tres hielos y cuatro dedos de whisky y se sentaba en una mecedora que tenía en el salón, era una herencia de su abuela. Esa mecedora era de su abuelo. Murió cuando todavía era una niña. Cuando se hizo mayor sintió un repentino deseo por esa mecedora. Estaba prohibido sentarse en ella y no sabía muy bien el por qué. Un día le preguntó a su abuela por qué no podía sentarse en ella. Su abuela le contó que su marido siempre se sentaba en las noches que hacía viento. Miraba al infinito mientras sentía en el cogote el calor de la chimenea y en la cara el frío de la calle. Se quedaba allí horas pensando en sus cosas con su vaso de whisky. Le encantó la historia y supo que ella algún día haría lo mismo. Un día su abuela se la regaló. Y allí estaba, pensando en sus cosas, con el vaso de whisky, el viento en sus mejillas pero sin el calor de esa chimenea. Sin el calor de un hogar. Eso es lo que le faltaba. Un bonito y acogedor hogar. Y mientras esperaba a tenerlo, miraba al infinito, se refugiaba en sus pensamientos, bebía sorbitos de whisky, se balanceaba en la mecedora y esperaba…
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