Se tropezó torpemente mientras se le cayeron las gafas de culo de vaso al suelo y sin querer las rompió con un pisotón. Resbaló y cayó precipitadamente al suelo. Y empezó a reírse a carcajada limpia. Se rió y no dejó de hacerlo durante un largo rato. Y yo que le miraba tan asombrada por su torpeza no paraba de preguntarme por qué se reía. Y es que no paraba… se le saltaban lagrimillas de tanto reír. Y entre tanta risa intentaba decirme, “no puedo más, me duele tanto la tripa de reírme” y continuaba. Yo ya empezaba a mosquearme, tal vez se estuviera riendo de mí. Realmente era exagerado. Y él al ver que yo cambiaba mi cara de asombro por aquella de enfado dejó de reír y me miró fijamente. Se levantó como pudo y siguió mirándome. Yo no entendía absolutamente nada. Se le habían roto las gafas, se había caído al suelo y se había puesto a reír como si le estuvieran contando el mejor chiste del mundo. Luego al ver que no me hacía ninguna gracia se levantó y se puso a mirarme cual estúpido ya que no podía verme con mucha nitidez. ¿Pero qué carajo? Ahora el muy sin vergüenza se le escapaba una risilla y alguna que otra sonrisa. Y yo que tengo mi carácter estaba ya empezándome a calentar… Tú imagínatelo; aquel mamarracho, torpe, con sus gafas de culo de vaso rotas, a medio metro de mí y mirándome como si no hubiera visto a una mujer de metro sesenta. Y con toda mi mala leche, porque cuando a una la tocan las narices, se las tocan llegó el momento de pronunciarme. Pero como no, él se me adelantó. Tenía que habérmelo imaginado. Será posible… Total que va y me suelta: “Ay perdóneme mujer, le habré parecido un poco estúpido… realmente lo siento. Pero es que cuando la he visto y de repente he tropezado, me he caído y me he puesto a reír como si fuera un chiquillo cualquiera. Madre mía cada vez que lo pienso… que mal rato. Y usted, con lo hermosa que es. Quien tuviera más edad para poder pretenderla. Lo siento por haberla enojado, pero realmente usted ha tenido cierta culpa de que me haya puesto tan nervioso. No sé qué me ha pasado, no suelo ser tan descortés. Permítame que le pida que este pequeño accidente no salga de aquí”. Y yo que pensaba que era tonto y va el chico y me dice eso. La verdad que me sentí como una jovenzuela. Me temblaban las piernas y el corazón me iba a toda prisa. Hacía mucho que no me sentía así. Ahora que se había quitado las gafas pude observarle más detenidamente y a pesar de todo era un mozo muy guapo. Quién tuviera unos añitos menos. Madre mía será cosa de la edad que me he quedado embobada como una niña mirándole. Ahora quien pasaba vergüenza era yo. Total que no se me ocurrió otra cosa que reírme. Comencé a reírme y a reírme. Me había quedado callada sin responderle y solo se me ocurrió eso. Reírme. Y él que no sabía si irse, quedarse o morirse allí mismo de la vergüenza empezó a reírse conmigo. Y allí estábamos los dos. Riéndonos sin saber muy bien por qué. Yo paré y por fin me atreví a hablar: “Perdóname a mí. Me llamo Manuela y por favor si quieres que nos llevemos bien no me trates de usted, que todavía soy una señorita”. Él me miró y me dedicó la mejor sonrisa que me habían podido regalar en vida. Y así fue como le conocí. Desde entonces cambié los prejuicios por el cariño hacia los demás. Me volví una persona mucho más dulce, como él así me llamaba. Porque no solo me cambió el nombre. También me cambió la vida. Nuestra vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario